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Séptima nostalgia. La despedida (La nostalgia en sí)


Empiezo para terminar. Me voy, a veces vuelvo, aunque no siempre. Me interrogo del por qué de las cosas, observo con ansias de naturalista, mido con afán para hallar el tamaño correcto pero fallo en las proporciones, al final todo es irregular.

No sé cómo despedirme sin pensar en que quisiera continuar, no sé cómo dejar sin pensar en que me gustaría tenerlo de vuelta. Hemos llegado al final, a este final y no se que decir ¿Bastará un adiós o solo un hasta luego? ¿Será que nos volveremos a encontrar ?

Hace unos días salí de este país/refugio que me permitió ahogar algunas penas y volví a mi país natal, fuente de inspiración y dolor, angustia y felicidad permanente: el Perú. Una vez más ví de cerca la solidaridad y la mezquindad, casi juntas pero nunca en amalgama; sentí el sol abrasador y uno que otro atardecer memorable. Llegué al Perú donde todo empezó.

Encontré amigos, sí, los amigos queridos que siempre están presentes para aportar ese grano de arena que hace la playa cuando uno se siente roca lavada por la marea. Es en esos momentos de peruanidad sufrida en los que uno siente que su país es alimento y son pocas las cosas que pueden hacer una diferencia en los que uno busca algo que lo condense todo en un bocado.

Para mí es el ceviche, pero siempre y cuando sea preparado por otra persona y no sea en la casa de uno; la hechura ajena siempre sabe mejor. Sé que en Colombo lo preparé más de una vez, incluso de noche, casi una herejía cuando la idea es que el pescado justamente sea fresco, de la pesca de esa madrugada. Las personas lo disfrutaron igual y confieso que yo también así tratara de pensar que en mi lejano país era la hora de almuerzo. En esta isla, que tiene más de Puerto Rico o de Cuba que de ella misma (en efecto entiendo que suene raro comparar a Sri Lanka con una isla sabrosona y sandunguera), me iba al mercado temprano o no tanto, pero siempre con la ilusión de volver con mi lenguado bajo el brazo. Admito que exprimir tanto limón era una pesadez y que picar el ají me causa escozor, pero admito también el placer que me causa poner mis manos torpes a picar como pueda, a preparar la “leche de tigre” por separado, a picar el cilantro, las cebollas en “pluma” de no se que pájaro porque siempre quedan chuecas y finalmente congregar a mis invitados alrededor mío en la mesa de vidrio del comedor que me tocó, a combinar los ingredientes y apreciar en tiempo real la magia del líquido, que sin ser calentado cambia al pescado de color, lo vuelve blanco, lo cuece hasta convencer al mas escéptico de los presentes. Entonces, cuando la mezcla está lista, los invito a servirse, les digo que este camote despintado va de lado y que no hay “choclo” pero que se pueden imaginar que también está al lado opuesto del camote y cada quien se sirve, poco primero y repite después; yo me siento en el sillón de falso cuero que fue rescatado de algún trastero y que terminó en mi casa, con una cerveza en la mano y al son de los Kipus me transporto a un domingo cualquiera en una cevichería de mala muerte en algún lugar que reconozco como mío, en mi tierra lejana y dolorosa, fresca y vibrante, mía al fin y al cabo.

Si bien mi purismo gastronómico me hizo preparar este plato solo a la hora de almuerzo, no faltó más de una oportunidad en la cual tuve que ceder a la presión de prepararlo en la noche, versión más bien turística digamos, de un plato netamente diurno. Nuevamente cerveza en mano, los observo calladamente aunque esbozando una sonrisa y entiendo una vez más que he cumplido la misión a cabalidad.

Hoy más que nunca puedo decir que esta receta no es mía pero que la nostalgia sí es de todos. El ceviche no es precisamente un plato que podríamos llamar peruano en la medida en que se prepara en toda la costa pacífica y hasta en el sur de Filipinas. Recuerdo que en aquellos tiempos crueles, allá por el 2009 mientras investigaba la muerte de treinta y tantos periodistas en Maguindanao, fuimos evacuados una de tantas veces a General Santos o Gensan, al sur de Mindanao, puerto de pesca de atún, a comer " kinilau ", un "ceviche " donde se usa vinagre en vez de limón para cocer el pescado. Me recuerdo sentado junto con Chris, mi compañero en esa aventura, un ex paracaidista británico que había visto y probado todo, menos claro está, ese plato, en un restaurante mirando al mar y pensando que pese a lo monstruoso de nuestro trabajo (estábamos investigando la mayor matanza de periodistas, por la cual hasta el momento nadie ha sido condenado), existía la posibilidad de transportarse a otro lugar, más lejano y no necesariamente más seguro; en ese momento también me sentía cerca de casa.

La comida me acompañó a cada rincón donde estuve y siempre logré crear apropiarme de cada rincón a través de la comida.

Me voy con deudas, con comidas a medio hacer o no hechas; dejo a mi amiga Rocío con la nostalgia de no haber recibido un plato como ofrenda; dejo a quienes sí probaron algo que hice pero quisieran más, dejo a quienes se preguntan por qué me voy y si es que volveré. Me voy como llegué, con la curiosidad de saber hasta dónde llegaría, con la duda de saber si podría hacerlo, con el sentimiento de no querer irme. No crean que es fácil despedirme, no vayan a creer que todo está perdido o que la intimidad de estos siete platos sellan un destino reducido a una semana en nuestras vidas. Quiero decirles que me voy pero volveré y si no lo hago, recuerden cada aventura en la que me acompañaron.

Amigos, disfruten este plato, recuerden mi compañía entre risas y lágrimas; piensen ahora sí, en la frescura que solo dan los seres queridos, la tierra de uno, el sol en la piel, porque al final, somos de todas partes.

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