Sexta nostalgia: La complicidad en el amor (La Nostalgia en sí)
- José Pablo Baraybar
- 11 mar 2017
- 5 Min. de lectura

Complicidad, una palabra proveniente del latín complex , el acto de expresar o sentir solidaridad o camaradería para o con otra persona. A ver, no creo que quiero hablar de camaradería, aunque si de solidaridad, si del contenido de esa mirada entre dos, imposible de descifrar por nadie mas. Complicidad también es lo que descubría en aquellas épocas de sexualidad desbordante, en esa cama prestada o en esos lugares horribles donde la oportunidad, economía y tiempo nos empujaba; tiempo de faldas hindúes, tan útiles en la carrera, tan sutiles en los esfuerzos, cabellos largos al viento y evocando siempre tiempos pretéritos que no correspondían del todo a la realidad que vivíamos, pero que de alguna manera nos hacían pensar que “todo tiempo pasado fue mejor”.
En esa época mi país se desangraba a un ritmo que me cuesta definir. Si habláramos de tempo, diría que era vivace, así en realidad cualquier referencia a la vida estuviese mas bien fuera de contexto en la medida en que todo era muerte.
El momento de mayor estrés era el regreso a casa ese sábado por la noche, siempre precedido por aquel sábado cómplice por la tarde; debía llevar a mi enamorada hasta Pueblo Libre desde Miraflores y luego volver hasta mi casa. Los taxis que aun circulaban antes del toque de queda de la medianoche (luego fue a las 10 de la noche) eran como una suerte de kamikazes, uno se sentía en el ultimo vagón y no sabia si antes dinamitarían el puente a la altura de la locomotora.
-¿Hasta donde va? Cueva con Bolívar.
-Asu, hasta allá? Y luego?
-A Santa Cruz.
-No choche, no puedo, yo también tengo que llegar a mi casa.
Y así pasaba uno y otro hasta que alguno aceptaba y empezaba la carrera. Tomar un bus era casi imposible, porque al final no era uno, sino mas bien tres y tal vez llegaría a la puerta de su casa pero de ahí a la mía, no llegaba.
Ustedes a estas alturas se preguntaran cual es la relación entre esa historia y la nostalgia de hoy, pues bien, tal vez quiera compartir con ustedes el hecho que hasta en el medio del caos, del desconcierto, de la muerte y la angustia, hay espacio para el dulce y la complicidad puede en efecto, ser dulce. El dulce para muchos es sinónimo de amor, para otros de lujuria, para otros aun es una ofrenda indispensable para mantener viva esa llama que calienta y hasta quema dependiendo del momento. En mi casa, mas allá de las efervescencias puberales, volvía a ser niño que observaba en su entorno como la complicidad y el dulce, ambas en sintonía, la dulzura como vehículo, la dulzura como ofrenda, se volvía nieve, se volvía manjar cada dos de enero, en el cumpleaños de mi padre.
En esas épocas todo escaseaba y como todo país en crisis nos convertimos en los artífices de los experimentos mas bizarros. Si bien la época de la botella de leche que comprabas al lechero ya había pasado, ahora simplemente no había leche y a veces se conseguía la leche en polvo ENCI que se mezclaba con agua y bueno, pues parecía leche. Que si faltaba azúcar había siempre chancaca o melao de caña para aquellos de otras latitudes, y que si había azúcar era rubia y no blanca. Todos esos ingredientes eran indispensables para preparar el inefable postre del dos de enero: el Suspiro a la limeña. Esa fecha y ese postre era un mensaje de complicidad que percibía pero a la vez ignoraba; solo el tiempo y su lecciones me permitieron entender. Hoy considero la cocina como ofrenda y dependiendo quien sea el receptor, se vuelve un gesto de amor, de cariño o deferencia.
Los preparativos empezaban el primero de enero, considerando que la noche vieja no venia con grandes festejos, mi madre se levantaba temprano, sacaba el enorme perol del cobre y dependiendo de la escasez preparaba el manjar de yemas. Si no había leche condensada, mezclaba leche fresca con una gran cantidad de azúcar y si no había leche fresca, pues hacia lo propio con leche en polvo. Se pasaba horas revolviendo la mezcla que hervía en silencio con una cuchara de palo hasta que iba tomando cuerpo y cambiando de color a un tono mas bien marrón claro. Luego y con una experiencia que podría calificar de temeraria, añadía una gran cantidad de yemas mientras revolvía para que no se formen pedazos y se amalgame con la mezcla.
Habían tantas yemas como claras y estas últimas recibían un tratamiento distinto; mi madre atesoraba una batidora Oster que asumo fue comprada en el mismo lugar que la licuadora. Recuerdo que era tan especial que hasta tenía su propia funda de tela para que no se dañara. Entonces ocurría el milagro de transformar las claras de líquido a espuma y luego a copos blancos mas bien sólidos a los que le añadía cuidadosamente un almíbar “en hilo” y finalmente un poquito de vino dulce. Montab
a en dos fuentes el manjar y encima el merengue decorado en picos hechos con la cuchara. Lo espolvoreaba con canela y esta bomba calórica estaba lista.
Al llegar el día y luego de los saludos respectivos, mi madre presentaba a mi padre una de las fuentes, el atinaba a decir algo como “vieja, te pasaste” o “ ¿todo para mi?” y como un niño empezaba a comer grandes cucharadas desde la misma fuente. Tenia suerte mi padre porque ese postre no me gustaba especialmente, tal vez fuese lo dulce que era o el fondo de vino que para un niño es siempre un sabor no registrado que solo con el tiempo se convierte en importante.
Mi fascinación radicaba en observar la sutileza con la cual ese encuentro de miradas, ese roce, ese abrazo, ese beso volado o esa falsa sorpresa al recibir la fuente que mi padre sabia era parte integral de ese día, todos los años. Todo ello encerraba en realidad un mundo que no me incluía, era una energía que solo fluía entre ellos. Hoy a la distancia y habiendo pasado tanto tiempo desde aquellas contemplaciones pienso en esa complicidad; pienso en los esfuerzos por reproducir ese elemento, ese vehículo que permitió a mis padres crear y recrear cada año ese vinculo que tiene de pasión como de paciencia, que interpela los sentidos e invita los deseos, dulce, solo dulce.
Hoy, me siento a mirar el horizonte esperando el “Rayo verde” de Verne y añoro esa mirada curiosa y pensativa, ese afán por defender al niño que todos llevamos en el espacio familiar, pese al hecho que nuestra verdadera inocencia se hubiese ya perdido en otros brazos, con otros sentidos y en una realidad que parecía caerse a pedazos sin tener fin. Hoy por hoy, me queda el dulce como medio (y a veces como fin), me queda la complicidad que construyo en cada mirada, en cada caricia y en cada beso volado, en cada construcción de amor.
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