Quinta nostalgia: La hospitalaria (la añoranza en sí)
- José Pablo Baraybar
- 12 feb 2017
- 4 Min. de lectura
-¿Será que pasar del año del mono al del gallo no fue tan fácil como gritar “feliz año!” y descorchar el champán?- me preguntaba mientras la enfermera con cierta dificultad buscaba la vena para colocarme la vía; - ¿por qué será que ahora a todos les da por buscarte la vena en el dorso de la mano? En mis épocas, recuerdo que el lugar más popular era el antebrazo pero supongo que ahora la modernidad dicta otros cánones. Desde esta cama de hospital, trataba de concentrarme en algo distinto que me impidiera (poco probablemente) o al menos me alejara del hincón inminente, que cuando llegó me trajo nuevamente a la realidad que había estado evitando.
-Ya está, me dijo la enfermera, colocando esparadrapos y no sé qué más- ahora, sentirá un calorcito, pero no se preocupe- ví de reojo que conectaba una bolsa de antibiótico o lo que fuese, que en efecto ,sí quemaba.
¿Qué les puedo decir? En momentos aciagos como estos y entre los vapores coloridos y alucinados de los medicamentos me fuí a mi lugar favorito: la cocina.
Me acordé que Susana y Luis llegarían a visitarme en pocos días y que sería una buena ocasión para preparar algo que tuviese cariño y que sobretodo nos permitiera ir al mercado juntos y reírnos un poco. Entonces me trasladé a un domingo de esos en que el pescador que vivía por aquella quebrada que daba al mar y que poco decorosamente era la extensión de mi calle (claro, hoy por hoy es un parque), pasaba con sus canastas y tocaba la puerta ofreciendo la pesca del día, que yo pensaba románticamente era suya, aunque mas probablemente era comprada del terminal pesquero para ser revendida a la gente del barrio. Esas canastas contenían pescados ordenados por tamaño y siempre llamaba la atención aquel pedazo gigante de Bonito; lo reconocía por esa aleta dorsal y la ausencia visible de escamas, la carne densa, roja, que bien podría haber parecido un filete de res. Mi madre salía y yo detrás de ella, miraba con curiosidad las canastas y su contenido, se dejaba influenciar poco por el verbo del pescador y elegía directamente un buen pedazo de Bonito; de manera experta el pescador sacaba una tabla mas bien mugrosa, la colocaba sobre la canasta y con un cuchillo bien afilado cortaba una cantidad perfecta de filetes, que en nuestro caso serian unos cinco por si alguno de los tres quisiera repetir. Nunca me había percatado cómo preparaba mi madre el escabeche, un plato rudimentario pero generoso que se quedó grabado en mis papilas gustativas.
Cuando llegaron mis amigos –hay que decir que cuando uno vive lejos se siente contento que lo visiten- les conté que aún no sabia si volvería al hospital, pero que de cualquier manera teníamos que preparar un ceviche y que además se imponía un escabeche. Pensé en llevarlos a Peliyagoda, al terminal pesquero que concentra el pescado de toda la isla, recuerdo que la última vez que fui me perdí entre atunes gigantes, tiburones y pescados nunca vistos en mi parte del mundo, cuchillos enormes, mas bien machetes afilados que cortaban tales monstruos en postas (grave error el mío al pedir que fileteen unos lenguados diminutos; aquello terminó en carnicería y poco filete), pero siendo sábado, calor infernal y poca energía, terminamos en el mercado de Kollupitiya, un mercado dirigido a los extranjeros o gente mas afluente, que en su mayoría son chinos. Mi “casero” del pescado es un hombre grueso, pelado, con un gran bigote blanco y lleno de cadenas y brazaletes; me recibe siempre con un “hello sir” y me quiere vender más pescado y mariscos de los que seria capaz de comer, que si langostinos gigantes o calamares u ostras, o aquel lenguado. Esta vez me llamó la atención un Bonito blanco, anatómicamente el pescado que conocía pero con carne mas bien clara y no roja como hubiese esperado. Su asistente como siempre, cortó unos filetes hermosos. Escogimos las mejores cebollas rojas que pudimos y unos camotes espléndidos. Me acordé que me sentía mas o menos completo al haber traído conmigo de un último viaje, unos preciosos ajíes amarillos congelados.
La cocina me acogió desde temprano y si le sumo la ida al mercado, siento que pasé una eternidad preparando las cosas y todo pese a la ayuda de mis amigos. Decidí que este almuerzo se convirtiera en un homenaje a esos domingos en Toribio Pacheco, la casa donde crecí, a ese pescador que desapareció con la quebrada, a la tierra que dio lugar al parque y a la modernidad que nos creímos.
Invité a otros amigos y coloqué la fuente en el medio de la mesa, los filetes de pescado al medio, las cebollas casi caramelizadas con sus ajíes en tiras y sus camotes cocidos. Todos se preguntaban que era eso y como se comía; no se demoraron mucho en descubrirlo y disfrutarlo. Rafael, uno de los amigos que vinieron, tiene una extraña alergia a ciertos pescados y no sabe a cual hasta que le toca, pero sin gran aspaviento admitió que no se perdería probar este plato bajo ninguna circunstancia y lo hizo, y lo disfruto y no le paso absolutamente nada. Dicen que todo lo que se coma con gusto alimenta al alma. Llegó la tarde y con ella la luz fue cambiando de tonos a través de botellas vacías, risas y la certeza que los amigos, desde donde vengan y donde estén, siempre alumbran la vida.
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