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Cuarta Nostalgia: Dar y recibir (La nostalgia en sí)

  • J.P.
  • 10 dic 2016
  • 4 Min. de lectura

Flickr -Benjamín Chan-Retablo

A mi padre no le gustaban los regalos, o al menos así decía. A mí, en cambio, sí. Al pasar del tiempo, Navidad se volvió un pretexto para dar y recibir. En mi casa, más allá del Nacimiento y del árbol de plástico, no había ningún tipo de ritual navideño; sin embargo la rutina era conocida. En una época en que mi abuela paterna aún estaba viva, (al abuelo paterno nunca lo conocí), pasábamos primero a saludarla, lo que me resultaba mas bien adecuado en la medida en que no tenía relación alguna con ella. Luego del protocolo de siempre, nos íbamos al departamento donde vivían mis abuelos maternos y las hermanas solteras de mi madre. Recuerdo que tenían un árbol inmenso y antiquísimo y que la nochebuena era mas bien frugal, en la medida en que ninguna de mis tías cocinaba y mis abuelos se acostaban temprano. En la sala estaba el árbol en un rincón y en otro un nacimiento gigantesco que tenía incluso montañas desde donde bajaban los pastores y un lago (hecho con un vidrio verde) en donde habían unos cisnes. La cantidad de regalos al pié del árbol era enorme y muchos de ellos eran para las docenas de personas a quienes mis tías regalaban, porque para ellas se trataba de eso, de regalar; que si la señora fulanita, que si la costurera o quien recogía la basura, o el cartero, o el padre del chico que estuvo en el colegio donde una de ellas trabajaba como asistente o simplemente nuevas obligaciones adquiridas en esa vida en la que se dedicaban más a los demás que a ellas mismas.

Con los años me quedé con la noción que compartir, que dar, que regalar, es algo que no debe ocurrir ni como obligación, ni una sola vez al año porque así lo indiquen las normas. Podría haber sido Navidad o cualquier otra ocasión del año y al final, el efecto debía ser el mismo: el poder extender parte de uno hacia el otro sin esperar nada a cambio. Así cuando aquel amigo arqueólogo en su época tuvo ese accidente horrible, me veo llegando a su cama de hospital con un arroz con leche que había preparado o cuando Giovanna, mi amiga de la universidad, allá cuando entramos en el 82' cumplió años le llevé un pastel de papa que había hecho, para celebrarlo en las cantinas que habían detrás de la universidad. Durante esas navidades escasas me las ingeniaba para hacer galletas y que se convirtieran en regalos hechos a mano y tuvieran más valor que un pedazo de algo hecho por una máquina.

Esta nostalgia no es precisamente navideña, sino mas bien una ofrenda a quienes me dieron y a quienes también pude dar.

Me acuerdo de aquellos días en Buenos Aires y de ese viaje interminable por autobús a través de Santiago. ¿Será que mis recuerdos de Navidad sean de una época poco Navideña pero asociada al frío? Llegué a esa ciudad enorme y reminiscente al París o a la Europa que tampoco conocía y si bien llevaba una cantidad de chompas de alpaca, muchas de ellas para vender y pocas para usar, recuerdo que recibí tanto; desde el rincón en su minúsculo apartamento donde Darío me ofreció un colchón donde a veces también se acomodaba Carlitos Monzón, su gato negro, hasta el gringo aquel que no se como se llama con quien luego de una borrachera de esas, nos quedamos en un tren que hizo la ida y vuelta no se cuantas veces hasta que amaneciera. El frío de esa época me recuerda lo que fue recibir, de la misma forma que cuando vuelvo a mi casa temporal y encuentro las frutas que mi amiga Yoda me envía desde lejos para que me sienta más querido en casa (cualquiera que sea porque el alma de uno es la casa de uno).

Mi padre decía que no le gustaban los regalos; tal vez fuese porque solo daba y no esperaba recibir nada y cuando le tocaba los recibía de buena gana. Pero él no regalaba en ese sentido, el paquete envuelto y con lazo, con el doblez del papel que aprendes de tanto hacerlo hasta que te queda bien. Mi padre solo daba. No sé si me volví como mi padre y no sé tampoco si solo doy, pero recibir se volvió difícil; abrir paquetes me fascina por la ilusión de lo que puedan contener, pero a la vez recibir me confronta con pensar si es que estoy dando lo suficiente, si me lo merezco o por que será que recibo.

Me dieron mis hijas, los hijos que no saben que lo son, las personas que pasaron por mi vida y las que se fueron entre niebla y amargura o sin saber por qué se iban, todos dieron y esta vez me toca a mí.

Se trata de dar y recibir, aunque a veces dar sea más que recibir. En mi vida recibí a mares y di, solo modestamente. A quienes le gusten los regalos, darlos o recibirlos disfruten con el desafío de llevar sus habilidades mas allá de los límites, a salir de su zona de confort, a aceptar a quienes los rodean sin tratar de cambiarlos y si encima nunca comieron pavo, esta receta es para ustedes. Mi homenaje para todos, una obra de arte así no lo parezca, una verdadera sorpresa.

En Navidad nunca comimos pavo; aquello se había vuelto un tema de quien podía pagarlo y claramente no era nuestro caso, por ello será que tampoco me llamó nunca la atención. En la casa nunca faltó pollo y en la poca cocina que aprendí en mi vida, logré prepararlo de tal forma que se convirtiera en una ofrenda; quitarle casi todos los huesos, luego rellenarlo, coserlo, hornearlo y cortarlo en rodajas para servirlo. Este es el mejor regalo, si te emociona el desenvolverlos para entender qué contienen, si te gusta dar o simplemente contemplar la cara que ponen cuando te acercas a la mesa con tremenda sorpresa. ¡Feliz Navidad!

 
 
 

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